Ficción

[El pasado 1 de abril murió, a los cincuenta y dos años, el músico Adam Schlesinger, víctima del COVID-19. En las décadas de 1990 y 2000 tuvo bastante repercusión como miembro y compositor del grupo de power-pop Fountains of Wayne y de los elegantes Ivy; hay quien lo recordará por la sesentera canción-pastiche “That Thing You Do!”, tema principal de la banda sonora de aquella comedia musical (que en España se tituló The Wonders), dirigida por Tom Hanks en 1996. Basé uno de los relatos de mi libro Biodiscografías en uno de los álbumes de Ivy y, aunque no sé si puede considerarse un homenaje apropiado a Schlesinger (cuya muerte, como otras que están ocurriendo estos días, me conmovió; la última, la del Stranglers Dave Greenfield…), se me ocurrió compartir aquel relato en mi blog, primero en su versión original en euskera, y ahora en la traducción que hice al castellano para la edición de Páginas de Espuma, a la que agradezco que me haya dado permiso para publicar el cuento aquí. En todo caso, ¡aupa Adam Schlesinger!].

Ficción

Ivy, Long Distance, Nettwerk, 2001.

–¿Cómo que tu novia de entonces? ¿Es que yo no era ya tu novia? ¿A qué viene ese de entonces, si puede saberse?

A. viene de su habitación, con el manuscrito de este libro en la mano; yo estoy cocinando unas setas de invernadero para el revuelto que vamos a cenar esta noche. Me ha costado entender a qué viene el barullo. Le ruego que me lo explique, mientras sigo revolviendo las setas.

–Me refiero a tus dichosas «biodiscografías», en concreto a «Winterthur»; no te hagas el despistado, que te sale muy mal.

–Se trata de una ficción, ya te lo he explicado…

–Ya, una ficción. ¿Es que no viniste a mi residencia universitaria a pasar unos días de gorra, mientras hacía yo aquel curso de verano en Constanza? Por cierto, ni siquiera fue el año que mencionas, sino dos más tarde…

–Eso es una licencia poética. Salgari situó la segunda parte de su serie de El capitán Tormenta meses después de los acontecimientos que se narran en la primera, pero, fíjate, los hechos históricos que describe ocurrieron en realidad setenta años más tarde.

–Vale, no te enrolles con Salgari. ¿Y qué me dices de la historia de Danny?

–¿Danny? En el cuento no menciono a Danny.

–Claro, le has cambiado el nombre: David. Menuda diferencia. Pero a mí ni siquiera me has cambiado el nombre.

–¿Cómo qué no? He puesto «A.», si no recuerdo mal. Mira.

–Pues eso, mi inicial. Todo cristo se imaginará que hablas de mí.

–Pero ¿no acabas de quejarte de que he utilizado la expresión «mi novia de entonces»? Pensarán que es otra chica.

–Nuestros conocidos, no.

–Y qué prefieres que ponga a partir de ahora: ¿Ane? ¿Aurora? ¿Arantza?

–¿Por qué tienen que empezar todos por A., como mi nombre? ¿Es que no podría ser un poco diferente? Yo qué sé, Elena, o Garbiñe. O Josune.

–De acuerdo, a partir de ahora usaré Elena.

Pero Elena no tiene intención de claudicar. Ha dado un par de vueltas por la cocina, ha abierto una lata de cerveza,se toma un sorbo.

–De todas maneras, no entiendo por qué has puesto ese de entonces. ¿Qué quieres dar a entender, que entonces yo era otra? ¿O que preferirías que yo fuera otra, en la actualidad?

–Mujer, no es más que una ficción…

–Joder, ya está bien con el rollo de la ficción…

–Félix de Azúa dice que, a medida que pasa el tiempo, dejamos de ser nosotros mismos… y que, por ejemplo, detesta a su yo de hace treinta años, que no se reconoce en él. Pero que, sorprendentemente, aunque no siempre somos los mismos, representamos a la misma persona o al mismo personaje durante toda la vida. Y ya que cambia nuestra esencia, ¿no crees que deberíamos cambiar de nombre, en las distintas etapas de nuestra vida?

–No intentes liarme con sofismas. Lo que quiero saber es qué te pasaba por la cabeza cuando escribiste aquel cuento, nada más. Por qué pusiste «mi novia de entonces».

–¿Oyes la música que tengo puesta? No la escuchaba desde hace mucho. Son Ivy, un grupo de Nueva York; entre sus componentes está Adam Schlesinger, de Fountains of Wayne; de acuerdo, ya sé que no te suenan de nada. El caso es que oí una canción en Radio 3 y casi inmediatamente me fui a la tienda a comprar el disco. Lo escuché tanto en una época que «quemé» una de las pistas del cedé; si te fijas bien, salta en cuanto llega a la sexta canción. Pero hay discos que, después de la primera fiebre, pierden un poco el encanto. No es que los hayas gastado de tanto escucharlos, no se trata de eso. Es que llega un momento en que, de repente, te das cuenta de todas las debilidades del disco: las melodías pegajosas del principio se convierten en recursos facilones, y lo que un día te parecieron himnos inmortales, en melodías prefabricadas al servicio de la moda del momento. De un día para otro dejas de poner el disco, y solo te acuerdas de él muy de cuando en cuando. De todas maneras, eso hay que reconocerlo, en estos discos siempre suele haber una canción que permanece intacta entre sus ruinas y nunca te cansas de oír –quizá fue la misma que escuchaste en la radio y te impulsó a comprar el disco…–, y esa canción es la que te lleva, en ocasiones, a rescatar el cedé y a escucharlo. En este caso es la tercera, «Edge of the Ocean». Pero es solo una canción, una única canción.

Sí, me gustaría responderle a Elena algo parecido a eso, pero no he podido.

–No intentes liarme con sofismas. Lo que quiero saber es qué te pasaba por la cabeza cuando escribiste aquel cuento, nada más. Por qué pusiste «mi novia de entonces».

No digo nada; las setas ya están listas. De los altavoces nos llega la voz casi susurrante de la cantante de Ivy: «Ohhh, we can begin again. / Shed our skin, let the sun shine in. / At the edge of the ocean / We can start over again. / Shaa lah lah lah lah lah lah lah sha lah lah sha lah lah / Shaa lah lah lah lah lah lah lah sha lah lah sha lah lah».

Empiezo a cascar los huevos.

[Del libro Biodiscografías, Madrid, Páginas de Espuma, 2015]

long distance

‘Nuestra historia’, de Pedro Ugarte: una presentación

[Este es el texto que utilicé en la presentación ante el público vitoriano de la recopilación de relatos de Pedro Ugarte Nuestra historia, publicada por la editorial Páginas de Espuma en 2016; el acto se celebró en la librería Zuloa el 3 de noviembre de ese mismo año].

Aunque es de sobra conocido, las normas de ese extraño género literario que son las presentaciones me obligan antes que nada a picar en la biobibliografía de Pedro Ugarte y a proclamar que nació (nadie es perfecto) en Bilbao en 1963, y que aunque suela asociarse a la profesión periodística (no en vano ocupa, desde hace años, el puesto de jefe de gabinete de prensa de la Universidad del País Vasco), cursó en su día estudios de derecho (lo que explica, en parte, la abundancia de abogados y notarios en sus obras de ficción…).

Empezó publicando poesía (Incendios y amenazas, en 1989, y que fue Premio Nervión, por cierto), pero rectificó pronto y pese a alguna que otra veleidad en ese sentido, se ha dedicado desde entonces a la novela y, sobre todo, al relato (gana por ocho a seis en la tabla clasificatoria de géneros). Entre sus novelas destacaría Los cuerpos de las nadadoras (1996, Finalista del Premio Herralde y Premio Euskadi de Literatura), Casi inocentes (2004, que fue Premio Lengua de Trapo de Narrativa), y El país del dinero (2011, Premio Logroño de Novela). Y entre los libros de relatos La isla de Komodo (1996, Bassarai), Guerras privadas (2002, Premio NH de Libros de Relatos), Materiales para una expedición  (2003. Reedición y ampliación de su segundo libro de cuentos Noticia de tierras improbables) y El mundo de los Cabezas Vacías (2011, Páginas de Espuma).

En uno de los relatos de Nuestra historia, “Para no ser cobarde”, una pareja (heterosexual) lo deja todo y se refugia en un pueblo perdido de la montaña riojana para que el miembro masculino de la misma pueda realizar su sueño: escribir su primera novela. No voy a destripar el cuento, pero a lo largo del mismo el lector se va dando cuenta, ominosamente, de que aquello va a terminar en desastre, y que ninguna novela saldrá de esa encerrona. Pues bien: me gustaría pensar que quizá de ahí el narrador, que bien podría ser el mismo Pedro Ugarte, no salió con una novela (que a fin de cuentas no deja de ser un género menor), sino con un libro de relatos: éste que tenemos en nuestras manos.

Por cierto: la acción de ese cuento transcurre en Ayabarrena, en la actual comunidad autónoma de la Rioja, un lugar lleno de topónimos vascos, como el propio autor señala: “A los lados [de la estrecha carretera] quedaban poblados cada vez más pequeños, enclaves de nombre vasco: Turza, Cilbarrena, Zaldierna, Azarrulla. A veces las aldeas se adivinaban por la precaria supervivencia de algún muro de piedra, ahogado entre las zarzas”. Y ese paisaje me parece una buena metáfora del libro: un lugar que nos suena familiar, pero que claramente no es nuestra tierra, en el que nos sentimos extraños, extranjeros, y en el que vislumbramos algo que, en nuestra geografía habitual, somos incapaces de ver con tanta claridad. Yo creo que ese es el lugar en el que nos sitúan los cuentos de Pedro Ugarte, y, si me apuran, en esa descripción de un lugar que es nos es al mismo tiempo familiar y extraño, puede encontrarse una especie de metáfora del oficio de escritor, del ejercicio de la ficción. En el mismo sentido, quizá, en que el escritor Carlos Pujol definía la literatura: “La literatura es para la imaginación; para jugar con las apariencias de la realidad, que siempre engañan, y sugerir lo que esconden, lo que no se ve”. Pienso que los relatos de Ugarte cumplen a la perfección con este precepto, que no sé si es el único (lo dudo), pero sí (de eso estoy seguro) uno de los más importantes de la literatura.

Lo que convierte a Nuestra historia en uno de los mejores libros de relatos que he leído últimamente, algo de lo que me di cuenta en cuanto empecé a leer el volumen. De manera que, como mal competidor y peor persona que soy, me sumergí en la lectura con la intención de encontrar cuanto antes algún cuento malo. Y tengo que reconocer que con uno de ellos casi lo consigo; ese relato, “Enanos en el jardín” está justo en la mitad del libro, y la verdad es que mientras lo iba leyendo no me lo estaba creyendo: me parecía demasiado forzado en las situaciones que plantea. Pero resulta que el final (tan importante en las poéticas tradicionales del cuento) lo redime de tal manera que, retrospectivamente, lo transformó (ante mis ojos) en una pieza excelente. Nuestra historia es uno de esos casos, raros en el género, en los que no hay un relato flojo o mediocre.

¿Qué es lo que tenemos aquí, en suma? Pues, en principio, diez cuentos, todos de carácter “realista”, todos escritos en primera persona del singular (masculina), casi todos de una cierta edad, y todos del mismo nombre, que es el que ha solido emplear Ugarte en gran parte de su narrativa: Jorge, como el santo de Capadocia; eso le confiere o una gran unidad al libro, pese a que los relatos son, en cuanto a tema y situación, muy distintos entre ellos, y todos esos Jorges no puedan ser el mismo personaje (al menos, no en la misma dimensión espacio-temporal…).

Pero lo que le da al libro una mayor unidad, si cabe, es ese título, Nuestra historia (uno que podría llevar a engaño, porque yo, al principio, cuando sólo sabía cuál iba a ser el título, me imaginé que iba a resultar un libro sobre La Cosa Vasca, aunque enseguida me di cuenta de que no era así). Sin embargo, el título, retrospectivamente, le da mucha unidad, sobre todo ese “Nuestra” (porque la historia -las historias- ya se supone(n): a fin de cuentas, es un libro de cuentos). Pero lo importante es el “Nuestra”, pues se trata siempre de Jorge, ese hombre,  esos hombres, esa personificación de cierta masculinidad, en relación a otras personas: mujer, familia, amigos de juventud, compañeros de trabajo…

Entornos entre los cuales la familia tiene un peso yo diría que determinante: de hecho el libro se abre con un relato,  “Días de mala suerte”, en el que además del escenario de la actual depresión económica, la familia se erige en protagonista absoluta (y yo diría además: “la familia como solución”), mientras que el libro se cierra, creo que no por casualidad, con “Opiniones sobre la felicidad”, cuyo centro es también la familia (pero yo diría que más bien: “la familia como problema”).

¿De qué más tratan los cuentos de Pedro Ugarte? Del difícil equilibrio de la vida en pareja, del peso de las expectativas familiares, del paso del tiempo, de la soledad (sobre todo de la soledad que resulta de estar mal acompañado), del miedo (un tema siempre presente en la literatura de Ugarte), de la servidumbre que generan las ambiciones, de la servidumbre que puede traer aparejada la amistad (o cierto tipo de amistad tóxica), al menos, de los mecanismos de funcionamiento de lo que podríamos llamar “capitalismo de amiguetes” en su versión más microeconómica…

¿Y cómo lo hace? Con elegancia, con un lenguaje pulido hasta el último adjetivo y, sobre todo, con una efectividad absoluta, un manejo preciso del tempo, una administración de la información envidiable y un cuidado por los finales que hacen de Pedro Ugarte un cuentista clásico. Hay relatos, como “El hombre del cartapacio”, que saben mantener al lector en una tensión constante, mientras que otros, como “La muerte del servicio”, uno de esos en que parece que no pasa (casi) nada, se convierte en uno de esos relatos de “calma chicha” que, al fin y a la postre, oculta poderosas corrientes submarinas. Eso por citar dos cuentos que me han parecido, en su construcción y el uso de sus recursos, muy diferentes.

Aunque mis favoritos, sin duda, son “Verónica y los dones” (un cuento que plantea un tema a primera vista menor, pero que se convierte en un análisis, lúcido y muy cruel, de la vida en pareja), y el ya citado “Para no ser cobarde”, que asusta casi más que “Verónica y los dones”, aunque en el mismo ocurren aún menos cosas que en “La muerte del servicio”. Lo que pasa es que Pedro Ugarte es un maestro a la hora de montar escenarios y sugerir ambientes, de manera que uno sale de sus cuentos, aunque no sean muy largos, exhausto. Es decir, como debería salirse de una novela, que es lo que son los buenos cuentos: novelas en miniatura, artefactos con el tamaño de una canica, pero con la densidad de un agujero negro.

Si hay algo, además, por lo que siento envidia de Pedro Ugarte, es de su facilidad para escribir frases redondas, de esas que yo suelo copiar  en mi cuaderno de citas. Por ejemplo:

“La naturaleza, cuando recobra espacios que antes ocupara el hombre, lo hace con fiereza, como si su retorno fuera una venganza”.

Parece obvio, pero hay que escribirlo para que alcance ese punto de obviedad. O cuando menciona

“Esas veladas con amigos en las que, después de cenar, uno se propone arreglar el mundo discutiendo y elevando sus íntimas frustraciones a leyes generales de la vida”.

Es decir, Pedro Ugarte es una máquina de fabricar sentencias o refranes contemporáneos, como este otro también:

“Los recuerdos tienen menos densidad que los sentimientos, por eso la vida de los viejos es infinitamente más leve, más ligera; por eso los viejos van diluyéndose poco a poco, mientras que la vida de los jóvenes tiene la consistencia de los metales pesados”.

O incluso auténticos microrrelatos, que Pedro Ugarte tiene  la generosidad de despilfarrar y regalarnos como  pasajes de sus cuentos; para muestra, un botón:

“De Elsa sabía yo lo que puede saber un hombre de su esposa: algo menos cada día. Y como llevábamos más de diez años casados, estábamos a punto de convertirnos en perfectos desconocidos”.

Y, finalmente:

“Opiniones sobre la felicidad: eso es lo que diferencia a las personas. Algunas personas consideran que no existe. Y otras pensamos que sí existe, solo que en algún otro lugar”.

Unas frases que también pueden funcionar, en cierto modo, como resumen de este libro de relatos, que, como he señalado antes, es muy diverso, pero tiene una gran unidad interna. Porque, a fin de cuentas, Nuestra historia es un libro sobre la felicidad, o, más bien, sobre las diferentes opiniones en torno a la misma, y, sobre todo, a su ausencia.

Como ya he dicho, uno de los mejores que me he leído durante este año.