“Mejor la ausencia”, de Edurne Portela: dos presentaciones (en una).

[Hace casi exactamente un año, los días 19 de septiembre y 10 de octubre, tuve el placer de presentar la primera novela de Edurne Portela, Mejor la ausencia, en Vitoria y en San Sebastián, en las librerías Zuloa y Zubieta, respectivamente. Me parece adecuado rescatar, refundir y corregir los textos que preparé para ese día y publicarlos en este blog, para recordar aquellos momentos, y una buena novela].

Antes de que llegara este Mejor la ausencia, Edurne Portela (Santurce, 1974) presentó el año 2016 su libro El eco de los disparos. Cultura y memoria de la violencia (Galaxia Gutenberg) un ensayo literario en el que desplazaba el foco de su interés desde la violencia argentina y latinoamericana que había ocupado parte de su obra académica anterior, a la nuestra, a lo que ocurrió aquí, o a La Cosa, que es como llamamos a esto que nos pasó gente como Jokin Muñoz o yo mismo.

En aquel libro, que ha tenido tres ediciones y una repercusión más que notable (para tratar del tema que trata y ser ensayo…), ya había, creo yo, la promesa de un libro de narrativa, incluso de una obra de ficción, en los pasajes en los que, junto al análisis de novelas, películas y obras de arte sobre la violencia vasca, escarbaba en su memoria y contaba su experiencia personal en relación con La Cosa. Recuerdo que alguno de esos pasajes me parecieron cuentos redondos. De hecho, yo creía (estaba convencido) de que el paso siguiente, para Portela, sería escribir un libro de relatos. Pero nadie es perfecto, y ha elegido un género menor como la novela para continuar por esa vía. Qué se le va a hacer.

Por fortuna, Mejor la ausencia no va a engrosar la lista de las malas novelas, que, como es bien sabido, es casi infinita.

Es cierto que es la novela de un crítico, en este caso de una crítica, algo que suele levantar sospechas. Hay quien piensa que el crítico literario que luego se mete a escritor de ficciones siempre está intentando rebatir el tópico de que es un escritor frustrado, o intentando demostrar que el tiempo invertido en analizar los mecanismos de la ficción le ha servido para dar con la fórmula mágica de la misma. De hecho, una amiga me preguntó, cuando le dije que iba a presentar Portela, a ver si la novela “resultaba académica”.

Yo le contesté, evidentemente, que no. Lo que me hace pensar que igual Portela, lo que era, era una falsa académica, una escritora partisana, emboscada en el frente académico, y que por fin se ha quitado el pasamontañas. La manera en la que describe, por ejemplo, la educación literaria, el recorrido de lecturas que hace la protagonista y narradora de la novela, Amaia, durante su adolescencia, no es nada académica. Es la descripción de una pasión literaria, con la que, por cierto, yo me he sentido muy identificado. Y lo mismo puede decirse de lo que de lo que reivindica que significa escribir ficción:

Lo único que soy capaz de controlar es el mundo detrás de esta pantalla. No es que lo entienda, pero puedo transformarlo a mi antojo: lo hago crecer según se despiertan algunas memorias, lo cerceno si lo que surge después de unas horas de escritura me desagrada, doy cuerpo a intuiciones que me llevan acechando años. A veces la oscuridad se vuelve insoportable y lo tengo que dejar, pero según bajo la pantalla del portátil sé que el monstruo queda ahí, contenido, controlado. Y con un botón lo puedo hacer desaparecer. Aunque luego resucite. Aquí fuera es mucho más difícil, la realidad se me escapa (pg. 203).

En todo caso, Mejor la ausencia se está presentando y publicitando como una novela de La Cosa, y creo que lo es, sin duda, pero también es algo más, como intentaré demostrar.

[Otra novela de La Cosa, diréis. Ya está bien. ¿Es que el tema no se acaba nunca? Puede que haya quien ya esté un poco hartito del tema. Yo soy de los que creo que no, que no se publican suficientes libros de ficción sobre el conflicto vasco, o suficientes libros de historia, o testimoniales. Tengo que confesar que no soy mucho de Rieff y su elogio del olvido. Os cuento algo que me pasó este verano de 2017, en plena vorágine de la crisis turismofóbica. En el periódico Berria se publicó un artículo bajo el título de “Turismoa, Inditex eta pintxoak”, que creo que no hay ni que traducir al español; desconozco si salió en español en otros medios. En él, Joseba Álvarez, militante de la izquierda abertzale donostiarra de toda la vida, explicaba cómo había cambiado la Parte Vieja bajo el impulso de la turistificación, y cómo, para explicar esos cambios a los jóvenes, habían hecho una asamblea en la plaza de la Constitución, en la que había ido enumerando lo que había antes en la plaza (y habían sustituido las omnipresentes terrazas de los bares): de derecha a izquierda, empezando de la Biblioteca, “la pequeña imprenta, la librería, la carpintería, la zapatería, la carnicería, el puesto de patatas fritas y cacahuetes, la pequeña papelería, la hermosa pescadería, la agencia de seguros, cuatro bares y la biblioteca municipal”. Y luego seguía contando como, bajo la feroz apisonadora del turismo, habían desaparecido todos esos entrañables establecimientos.

Dirá algo, me decía a mi mismo. Dirá algo. Pero seguía leyendo el artículo, y nada.

La librería que mencionaba al principio de la lista era Lagun. Una librería, que yo recuerde, que no fue expulsada de la Parte Vieja de San Sebastián por la especulación turística o la gentrificación, sino por los ataques continuados de los compañeros de viaje de Joseba Alvarez, que no pararon el acoso hasta que la librería desapareció de allí.

De manera que sí, que creo que hay que seguir escribiendo sobre La Cosa.  Para contrarrestar un poco, al menos, la amnesia selectiva que nos asalta. Que no solo afecta a parte de la izquierda abertzale, por cierto: Lorenzo Silva, Gonzalo Araluce y Manuel Sánchez Corbí acaban de publicar Sangre, sudor y paz: La Guardia Civil contra ETA  y, bueno, yo diría que, entre otras cuestiones, el libro minusvalora el papel que el cuerpo tuvo en el uso de la tortura en el País Vasco. Algo que quizá no es de extrañar, teniendo en cuenta que el mismo Sánchez Corbí fue condenado (y más tarde indultado) por dicho delito…].

Pues, bien, volviendo a Mejor la ausencia, pongamos que es una novela de La Cosa. Y diré que, como novela de La Cosa, se sitúa, con honores, dentro de la tradición que inauguraron, en los años setenta, por una parte 100 metro, de Ramón Saizarbitoria (que, por cierto, acaba de ser reeditada en español) y Lectura insólita de El Capital, de Raúl Guerra Garrido. Con la ventaja de que, a diferencia de otros escritores, Portela conoce ambas tradiciones, la euskaldún y la castellana, que discurren paralelas, y en ocasiones, espalda contra espalda, en la historia de nuestras literaturas.

Discrepo, en este caso, de los que meten en el mismo saco todos los libros sobre el tema, en un supuesto boom de la literatura post-ETA. Los libros, sobre todo cuando se apoyan en la memoria, como es el caso, tienen su tempo, y yo estoy seguro de que Portela habría escrito esta novela, con ETA o sin ETA, con boom o sin boom, en este momento de su vida. Y es que a veces nos olvidamos de que, por muy relacionados que estén, el tiempo de la literatura no es el mismo que el tiempo histórico, que el tiempo en sí. Como decía Damián Tabarovsky, “la literatura se realiza en una comunidad imaginaria, en un destiempo, en la imposibilidad radical, en la soledad, en el malentendido”. Creo que es, al menos, el caso de la buena literatura, y es el caso de Mejor la ausencia.

La historia se desarrolla en la Margen Izquierda, en dos periodos muy diferentes: uno, entre 1979 y 1992, que es el que ocupa el grueso de la obra, y otro, más corto, correspondiente a 2009, y no puede más que ser una novela de La Cosa, porque La Cosa era algo que permeaba todo lo que ocurría en nuestra sociedad.

Pero no se trata de una novela de combate, sino de personajes. Se centra en el entorno de Amaia, una chica nacida en 1974, casualmente el mismo año que Portela, y que empieza su narración cinco años después, en 1979. Familia, amigos, enemigos más o menos íntimos… a lo largo de la novela vemos desfilar toda una nómina de personajes que reconstruyen un microuniverso muy rico, en el que los matices, el claroscuro, son lo principal: la construcción de los personajes me parece, en ese sentido, admirable.

Porque se nota que Portela mima a sus personajes, los quiere, incluso a los que a priori pueden parecernos más despreciables (como Amadeo o Carlos), los quiere. Y eso me parece fundamental en un novelista. Hace poco he leído una novela, de un editor y escritor vasco muy conocido, Xabier Mendiguren, que se titula Alsina, uno de cuyos ejes es la conversación, durante una cena, de dos altos cargos del PNV y del PSE, este último antiguo polimili. La idea es buena, y, además, el autor, por medio de la conversación, hace un interesante repaso de lo que significó cierta época de la historia del País Vasco. El problema es que yo, como lector, no pude creerme del todo aquel diálogo, porque el autor detesta a sus personajes, se nota que le caen mal, y no puede evitar reflejarlo en el texto, de manera que les hace decir cosas que los verdaderos personajes difícilmente dirían, o no de ese modo (eso creo, al menos).

Y pienso que la clave está en querer a los personajes, que es lo que hace Portela en esta novela con Amadeo, el padre de la narradora; con Elvira, la madre; con Aníbal, el hermano yonki; con Aitor, el hermano supuestamente responsable; con Kepa, el hermano borroka; con Carlos, un policía tan atractivo como turbio; con Pili, la asistenta; con Gema, la amiga de Amaia; con Iker, el amor platónico de la narradora; incluso con Amaia, la narradora, que a veces se hace un poco odiosa al lector (por lo menos a este lector, por ejemplo en la página 104)… Pero, en todo caso, nunca deja de ser creíble…

(Cuando comenté esto último en la presentación de Vitoria, la novelista se me enfadó un poco, y me ha pasado también con alguna otra amiga a la que se lo he comentado. Así que lo retiro. Reconozco que puede ser debido a que tengo dos hijas adolescentes en casa y hay veces que no acabo de llevarlo bien. Me decía mi amiga que, a fin de cuentas, la actitud destroyer de Amaia es comprensible a causa del ambiente que vive en casa. Pero yo le conteste que la violencia de Amadeo también es comprensible –que no justificable– teniendo en cuenta lo que vive fuera de casa, en el infierno del conflicto vasco… y yo creo que esa es la grandeza de este libro, no presentar monigotes planos, esquemas, clichés, sino personajes con matices, que evolucionan, que cambian con respecto a su background…).

Y, de acuerdo, Mejor la ausencia es una novela de La Cosa, sí, pero es también una  novela periférica sobre La Cosa, algo que creo que hay que destacar. Y lo es, me da la impresión, en dos sentidos.

Uno, porque en un mundo narrativo en el que domina el giputxicentrismo, Portela pone el foco en los márgenes del Gran Bilbao, un espacio que no ha sido tan novelado como merece, no al menos en relación al tema de La Cosa (en euskera habría que mencionar, por lo menos, a Joxe Belmonte, cuya novela Hamar urte barru está traducida al español, como Al cabo de diez años, Erein 2006). Creo que ese es una de las aportaciones fundamentales de la novela, la construcción de ese mundo entre la crisis económica y la deriva posindustrial, que creo que está magistralmente reflejado.

Y, dos, este libro es periférico también en el sentido de que está escrito por una mujer y, sobre todo, narrado por una mujer, una niña al principio, como es Amaia. Porque la literatura de La Cosa, la literatura sobre “nuestros muchachos”, “gure motilak”, ha sido y es una literatura en general muy masculinizada, incluso un poco cipotuda, en algunos casos. Por supuesto, ha habido aportaciones en ese sentido, en euskera por parte de gente como Arantxa Urretabizkaia, Itxaro Borda, Eider Rodriguez, Uxue Apaolaza o Katixa Agirre, pero siguen siendo minoría. Y abrir ventanas al otro lado de la casa, no sólo al lado masculino, siempre es positivo, aunque eso no implique nada sobre la calidad de la obra, sobre si la ventana va estar limpia o no, o va a ser del tamaño adecuado. En este caso lo es, la ventana está bien hecha, colocada a una altura adecuada, y el cristal es bueno. Pero es que además novelas como esta aportan diversidad, algo que a mí siempre me parece positivo, y experiencias que, si sólo hombres escribieran sobre esto, no llegaríamos a conocer. Algunas de ellas sobrecogedoras, por cierto, porque el libro no ahorra detalles en ese sentido (la educación sentimental de Amaia, en el ambiente enrarecido de la margen izquierda de aquellos años, es brutal en muchos aspectos, y lo mismo puede decirse de todo aquello relacionado con la violencia de género). Algo que es de agradecer, porque enriquece nuestra visión.

De hecho, me parece que es una de las primeras veces en que se pone en relación, en nuestra literatura, la violencia social, la de la calle, con la de puertas adentro, la doméstica. Y establece una relación que está llena de sugerencias, y es, a mi entender, una de las aportaciones fundamentales de la novela.

Y ahí quiero enlazar con lo que he dicho al principio: que no es solo una novela de La Cosa: es una novela de formación y es una novela familiar/disfuncional, muy bien construida.

Creo que el esfuerzo que ha hecho Portela con la voz de la narradora es muy de destacar. Recordemos que es una niña de cinco años la que empieza a contar, y va avanzando a lo largo de la narración hasta que cumple dieciocho años (luego ya es la de treinta y cinco la que acaba contando, o la que se convierte en la verdadera narradora de la novela). Pues bien, aunque todos sabemos que el lenguaje infantil, en literatura, es una convención, hay que resultar convincente en dicha convención, y yo creo que lo logra, además en condiciones difíciles, porque no sólo tiene que lograr que la voz de la niña narradora suene creíble, sino que tiene que hacerla progresar a medida que va cumpliendo los años; en ese sentido me recuerda otro intento, también bastante logrado en ese sentido, como fue la novela Gerra txikia, de Lander Garro (traducida al castellano como La pequeña guerra, Txertoa 2017), aunque creo que Portela resulta más convincente en la adecuación del tono con la edad de la protagonista.

Asistimos, de esa manera, al paso de la niñez a la adolescencia, y de ahí, muy rápidamente, a una edad adulta un tanto truncada, de Amaia, en lo que es un Bildungsroman de libro, sórdido y en ocasiones, violento, incómodo. La novela busca la incomodidad del lector y, en mi caso, por lo menos, lo ha logrado: hay escenas brutales, como la del parque con la pandilla de Iker, que dejan muy mal cuerpo (pgs. 97-98). Portela sabe de qué está hablando, y nos lo sirve crudo y sin aditivos. Y yo no puedo más que agradecerle el mal rato, porque es un mal rato de los que hace reflexionar.

La descripción de la erosión/la atomización de la familia de Amaia, en el contexto del conflicto vasco, me parece también que está muy bien planteada: es amargamente realista y carece de ánimo moralista o ejemplarizante. Es cierto que las familias desestructuradas, en general, quedan muy bien en literatura, son uno de los temas estrella de la literatura. Pero hay que saber llevarlas al papel. Y, en todo caso, como dice la escritora (y también académica) Mary Karr, en su novela El club de los mentirosos, “una familia disfuncional es cualquier familia con más de un miembro en ella”.

No querría dejar de apuntar cómo Amaia, en esa cuesta abajo que es su familia y su vida, encuentra un refugio en la lectura; también hace otras cosas, como salir a correr, atiborrarse de comida, drogarse y emborracharse, o escuchar música de Eskorbuto y Extremoduro, pero su amor a la literatura es más constante, menos ocasional que todo eso. Y hace un itinerario que, por cierto, me ha recordado mucho al mío: de La isla del Tesoro a Los Cinco (en mi caso fueron Los Hollister, la versión yanqui/pop de Los Cinco), y de ahí a los latinoamericanos (yo, entre medias, pasé por la ciencia ficción), con puya incluida para Javier Marías (cfr. pg. 119: me imagino que Amaia estaría leyendo Todas las almas) (por cierto, me ha extrañado, por las fechas, no ver a Carver en el lote, que –tengo esa impresión– hizo furor a finales de los ochenta y principios de los noventa, por lo menos en los ambientes lectores en los que me movía yo…).

Finalmente, querría recalcar otro aspecto de la novela que me interesado mucho, y es el de su arquitectura, que me parece que está muy bien trabada.

Portela empieza por el final, de manera que no hay sorpresa, al contrario que en las novelas de intriga: no hay trampa, ya que sabemos desde el principio hacia dónde se dirige la novela. Eso me parece el rasgo de una buena novela, ya de principio: no es tan importante el qué, sino el cómo. [Y señalo lo de los thriller precisamente porque me da la impresión de que hay una broma sobre ese tipo de novelas en las referencias que hace a la que Amaia tiene, al principio, intención de escribir, cfr. pgs. 192 y 201]

Luego viene el proceso de crecimiento de la narradora, año tras año, en el que nos va contando, al principio desde un punto de vista muy infantil y fragmentario, cómo va transcurriendo su vida y la de su familia: 1979, 1980, 1981… Evidentemente, la narradora es cada vez más consciente y tiene cada vez más información, pero es curioso como avanzamos de un estadio, de unos capítulos en los que sabemos más que la narradora, y en los que es el lector quien tiene que rellenar los huecos que Amaia va dejando, hacia otros capítulos en los que la información que se le proporciona al lector es mayor, pero éste es cada vez más consciente de que falta algo… hasta el giro final en el que, desde la distancia de los años y la madurez como escritora de la narradora, cuando decide que lo que va a contar es su historia, nos desvela algunas de las claves que nos faltaban o no habíamos interpretado bien en el rompecabezas: precisamente hay un cambio en los pasajes de la novela, que no voy a revelar, que da cuenta de ello (cfr. pg. 204). De manera que, paradójicamente, sí que hay una novela de intriga en esta novela, pero es una intriga que corresponde a su arquitectura, que me parece, junto a la progresión de la voz, que ya he señalado antes, uno de sus grandes aciertos.

Y me callo ya.

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La literatura ¿sirve para algo? Una crítica de ‘Patria’, de Fernando Aramburu

[Este artículo se publicó en la revista Viento Sur el 22 de marzo de 2017].

1. Patria, la novela de Fernando Aramburu sobre el llamado “conflicto vasco” (Tusquets, 2016), ha venido para quedarse (por ahora, al menos), y ha logrado algo a lo que la mayoría de los trabajos literarios no puede ni siquiera aspirar, y menos aún conseguir: se ha convertido, con su campaña publicitaria, sus numerosas ventas (catorce ediciones, unos 170.000 ejemplares) y el eco mediático que le ha acompañado, en un acontecimiento. Con un tema, además, incómodo, no muy adecuado (en teoría) para el tipo de lectura, amable y buenista, que suele ofrecernos la sección “novela literaria” de las librerías más populares, esa que surte de emociones en general digeribles a gente que no tiene por qué ser lectora habitual, pero en la que a veces aparecen títulos capaces de convencer a paladares más exigentes.

No puede negarse la ambición de Aramburu: su intención es producir la Gran Novela sobre el Terrorismo Vasco, lograr “la derrota literaria de ETA” y zanjar el tema, al menos en lo que al terreno de la narrativa se refiere. Y su arma es la exhaustividad, pues procura que aparezcan, en una novela cuyo arco cronológico principal se establece entre la segunda mitad de los años ochenta y los meses posteriores al anuncio del cese la violencia armada por parte de ETA (2011), todos y cada uno de los temas relacionados con el asunto principal: los atentados de la banda, la extorsión del llamado “impuesto revolucionario”, la soledad y el bullying social al que fueron sometidas algunas personas y familias que se resistían a la amenaza de ETA, el ambiente de un pueblo dominado por la cultura de la izquierda abertzale, el silencio de gran parte de la sociedad vasca, la kale borroka, las torturas perpetradas por los cuerpos de seguridad del estado, la dispersión de los presos vascos y el sufrimiento que ello causa a sus familias, el dolor que acompaña a la condición de víctima del terrorismo, el difícil camino hacia la asunción de la culpa (personal y colectiva), los atisbos de una cierta reconciliación…

Ese es, creo yo, uno de los puntos fuertes de la novela, quizá el más potente: la voluntad de abarcar todo, de contar, de una tacada, lo que hasta ahora sólo se había hecho fragmentaria o parcialmente (como él mismo había intentado antes en libros como Los peces de la amargura, Tusquets 2006, o Años lentos, Tusquets 2012). Otra cuestión es cómo lo hace, y si la obra resultante puede calificarse o no de alta literatura: eso es lo que me gustaría discutir en esta crítica, aún a sabiendas de que mi opinión resultará minoritaria, y que el libro es un firme candidato para hacerse con todos y cada uno de los premios literarios correspondientes al año 2016, desde el Euskadi de Literatura en castellano hasta el Nacional de Narrativa de España.

2. Como he señalado, no es la primera vez que Aramburu aborda el tema. Lo mismo puede decirse de la literatura vasca en general, tanto en euskera como en castellano: Patria no marca un antes ni un después, sino un “continuará”. En ese sentido hay que rechazar el adanismo que parecen pretender tanto el autor como la editorial, al menos durante la campaña promocional de la novela. Sobre el “conflicto vasco”, el “terrorismo vasco” o como queramos llamarlo, se ha escrito mucho y muy bueno (también muy malo), sobre todo en euskera; de hecho, y pido perdón por la autocita publicitaria, como señalaba en mi ensayo Ese idioma raro y poderoso (Lengua de Trapo, 2012), el tema es uno de los que marcan el ingreso en la contemporaneidad de la literatura en euskera, con la novela 100 metro de Ramon Saizarbitoria (1976). Y a partir de los años noventa del siglo pasado se convierte en un tema recurrente de la narrativa vasca, con obras como Etorriko haiz nirekin? de Mikel Hernandez Abaitua (1991), Agua turbia de Aingeru Epaltza (1991), Un hombre solo de Bernardo Atxaga (1993), Los pasos incontables de Ramon Saizarbitoria (1995), Kontaktua de Luistxo Fernandez (1996), El cuaderno rojo de Arantxa Urretabizkaia (1998), Euri kontuak de Jose Luis Otamendi (1999), Denboraren izerdia de Xabier Montoia (2003), Letargo de Jokin Muñoz (2003), Las maletas imposibles de Juanjo Olasagarre (2004), Twist de Harkaitz Cano (2011) o Martutene, también de Saizarbitoria (2012). Sólo por mencionar las más señeras (en el caso de que estén traducidas al español he obviado el título original, para no recargar innecesariamente el texto; el año es siempre el de la edición original en euskera).

Y eso sin entrar apenas en el campo del cuento, a través del cual también se ha trabajado el tema, pero en el que es más difícil encontrar libros dedicados enteramente al mismo, como el excelente y ya citado Letargo de Jokin Muñoz. Del hecho de que muchas de esas obras apenas hayan tenido la difusión que merecían (al ser traducidas al castellano, en el caso de que lo hayan sido) no se deduce que Patria surja por generación espontánea, o no debería deducirse, al menos. El “conflicto vasco” es, desde hace mucho, una de las tradiciones de la literatura vasca (en euskera). Tanto o más que en la que se escribe en castellano, en el País Vasco.

3. La trama de Patria se teje en torno a la relación entre dos familias, la formada por Bittori y Txato, con sus hijos Xabier y Nerea, y la familia de Miren y Josian, que a su vez tienen tres hijos, Joxe Mari, Arantxa y Gorka. Son dos familias euskaldunes, que viven en un pueblo industrial cercano a San Sebastián, algunos de cuyos rasgos recuerdan a Hernani (el autor no considera que ese dato sea importante, lo mismo que los apellidos de ambas familias quizá para subrayar lo arquetípico de la novela), y cuya amistad se remonta a los años sesenta y setenta; han criado juntos a sus hijos, como nos informan algunos de los flashbacks que de vez en cuando ofrece el autor. El grueso de la novela transcurre entre la segunda mitad de los ochenta y el principio de la presente década. Txato es un pequeño empresario del sector del transporte al que ETA exige el “impuesto revolucionario”, algo que intenta negociar, sin éxito, en segunda instancia (cuando le piden una cantidad más desorbitada; la primera vez paga). A partir de ese momento se inicia una operación de acoso en su contra (pintadas por el pueblo, aislamiento social…) que llevan a la ruptura con la familia de Miren y, finalmente, al asesinato de Txato por parte de ETA. De hecho, Joxe Mari, el hijo de Joxian y Miren, inmerso en los movimientos juveniles de la época, había pasado antes de eso a la clandestinidad, para convertirse en miembro de ETA y terminar formando parte de un comando. Un comando que, después de una sangrienta carrera, es apresado, con lo cual se inicia para Joxe Mari un largo período de encarcelamiento lejos del País Vasco.

Todas estas circunstancias aceleran la ruptura entre ambas familias y, sobre todo, entre Bittori, la viuda de la víctima, y Miren, la madre del terrorista, que eran íntimas amigas desde la infancia. Bittori deja el pueblo durante largos años y lleva una vida marcada total y absolutamente por su condición de víctima del terrorismo, mientras que Miren se volcará en su hijo mayor, primero huido y luego preso durante diecisiete años. La novela, estructurada en breves capítulos casi en forma de estampas, arranca del anuncio del abandono de la vía armada por parte de ETA, algo que lleva a Bittori a volver al pueblo para reencontrarse con los fantasmas del pasado, y que afectará también a Miren y a su familia.

Aunque el orden de los capítulos no es cronológico, el lector no tiene dificultad para seguir los saltos temporales, hacia adelante y hacia atrás, que plantea la novela, quizá porque cada uno de ellos está, hábilmente, centrado en el devenir vital de cada uno de los nueve personajes principales del libro, aunque el mayor protagonismo se lo lleven las dos mater familias. También ayudan en ese sentido los ejes que parten la novela en dos “antes” y dos “después”: el asesinato de Txato, que podemos situar en 1990, y el anuncio del fin de la violencia por parte de ETA, en otoño de 2011.

4. Tengo que confesar, vaya por delante, que no soy un fan de la prosa de Aramburu: nunca me ha convencido el engolamiento del español al que suele tender, consecuencia probable del peso que la tradición barroca ha tenido en la literatura en castellano que tanto admira el autor. Esta novela no es una excepción en ese sentido: en un intento, creo yo, de dotar a su prosa de un nivel “literario”, fuerza demasiado una adjetivación recargada, y lleva a cabo desdoblamientos un tanto pesados (“Joxian reculó triste/atónito, amedrentado/pusilánime, en derrotado desorden el poco y canoso pelo que le quedaba”, pg. 36; “Ya cerca, la desconcertó la naturalidad/sonrisa/pelito rubio de ella”, pg. 82; “Entre las dos mujeres acordaron/decidieron que Joxian fuese a charlar con él”, pg. 325, etc.). Abusa de la utilización de formas verbales como epítetos (“Durante la cena, no paró de monologar ante la rueda de familiares callados, auguradora de disgustos graves”, pg. 31; “Casi se van juntas de monjas, pero apareció Joxian, apareció Txato, pareja de mus en el bar, amigos cenantes, por lo general sabatinos…”, también pg. 31; “Atribuyó, renegante, la fechoría a las dichosas palomas”, pg. 63; “Xabier, explicativo, si bien simplificante y resumidor para mejor hacerse entender”, pg. 75; “bebe lento, paladeador, escudriña la pared”, pg. 96; “Y fue al cuarto de baño a lavárselas, refunfuñante, pero dócil”, pg. 106… sólo por mencionar unos pocos ejemplos) [nota bene: las referencias al número de las páginas de la novela corresponden siempre, aquí y en los siguientes párrafos de este texto, a la edición electrónica de la misma].

El problema del estilo literario de Aramburu es que resulta muy cursi, o, como dirían en mi familia, es “un poco redicho”. En la novela abundan, como ya he señalado, ejemplos de ello, aunque seguramente pocos superan esta descripción de un paseo por San Sebastián: “Lo agarró del brazo. Una madre que luce hijo por Miraconcha. A la izquierda, el tráfico intenso, ciclistas en los dos sentidos, gente que camina y gente con atuendo deportivo que se dedica a correr; a la derecha la bahía, el mar, el consabido festival acuático de tonalidades azules y verdes que alegra la mirada, con cabrileos, olas, barcas y el horizonte marino en lontananza” (pg. 73; hasta a mí, que tengo mis días de donostiarrismo militante, se me hace un poco cuesta arriba…). Algo parecido se podría decir de pasajes más decisivos como este en el que, rozando el kitsch, se nos “cuenta” (pero no se nos “enseña”) el proceso de desencanto de Joxe Mari respecto a la causa de ETA: “Pero un hombre puede ser un barco. Un hombre puede ser un barco con el casco de acero. Luego pasan los años y se forman grietas. Por ellas entra el agua de la nostalgia, contaminada de soledad, y el agua de la conciencia de haberse equivocado y la de no poder poner  remedio al error, y esa agua que corroe tanto, la del arrepentimiento que se siente y no se dice por miedo, por vergüenza, por no quedar mal con los compañeros. Y así el hombre, barco agrietado, se irá a pique en cualquier momento” (pgs. 438-439).

El efecto que logra Aramburu con estos recursos en Patria es curioso, porque al mismo tiempo hace uso de un lenguaje muy coloquial, a veces incluso en exceso, en las conversaciones entre sus personajes (tan “populares”…) y en los insertos que incluye en primera persona a lo largo del texto, cuando el foco del narrador principal, en tercera persona, se centra en los pensamientos del protagonista del capítulo en cuestión, pasándose a la primera. Ese contraste entre lo (supuestamente) alto y lo (tópicamente) bajo también ha obstaculizado mi lectura, y es uno de los rasgos que me ha “sacado”, una y otra vez, de la novela.

5. Aunque yo diría que eso no es lo peor en relación al lenguaje de Patria. Se supone que ambas familias son vascoparlantes y que, por lo tanto, se comunican principalmente en euskera (aunque eso se hace explícito muy pocas veces a lo largo de la novela, algo extraño, porque en una sociedad diglósica como la vasca es una de las cuestiones que el escritor tiene que abordar si quiere dotar de verosimilitud a sus novelas; los escritores en euskera no suelen perder de vista este problema y han encontrado diversas vías para solucionarlo o para soslayarlo, como hace Ramon Saizarbitoria, por poner un ejemplo, en Martutene o La educación de Lili). Sin embargo, en muchas ocasiones, la “supuesta” traducción al español de las palabras de los personajes aparece plagada de vasquismos, sobre todo del uso del condicional en lugar del subjuntivo (“si tendría”…), tan común (por lo visto) en el castellano del norte de España. Un defecto que no debería aparecer si realmente estuvieran hablando en euskera (se entiende que correctamente) en la hipotética Ur-versión de las conversaciones de la novela. Y lo que es peor, aunque, como he señalado, todos los miembros de ambas familias son euskaldunes, resulta que según nos alejamos del epicentro terrorista-abertzale de la novela (formado por Miren y su hijo Joxe Mari, y, por extensión, Joxian) el castellano de los personajes va mejorando notablemente. Es decir, la lengua se utiliza como marcador moral (Aramburu ya lo hacía en algún cuento de Los peces de la amargura, como el titulado “Maritxu”), algo que quizá pase desapercibido para el lector no bilingüe, pero que para mí resta, una vez más, verosimilitud a la novela (Por cierto, ¿cómo se reflejará este rasgo en las traducciones al inglés o al alemán? Reconozco que es una cuestión que me intriga. Bueno, me intriga un poquito, tampoco quiero exagerar).

Son, seguramente, las desventajas de no ser un escritor bilingüe, o, al menos, de no tener un conocimiento básico de la otra lengua oficial de su comunidad: alguien que sepa, además de castellano, euskera, jamás haría concebir a una vascoparlante como Nerea (al intentar aprender alemán) un pensamiento como este: “No le entraba en la cabeza que a estas alturas de la Historia la gente, en la panadería, en el hospital, de ventana a ventana, se expresara con declinaciones, a la usanza de los antiguos romanos”. O de los actuales euskaldunes, añadiría yo…

6. Por otra parte, si la literatura es una lucha contra el cliché, tal y como defendía Martin Amis, en Patria asistimos a una derrota al menos parcial de la misma. Los personajes son, en lo fundamental, estereotipos, reconocibles inmediatamente, y apenas cambian a lo largo de la obra, salvo en su superficie. Están, por supuesto, las dos madres, perfectos modelos del (mítico) matriarcado vasco; lo único que las diferencia son su posición política (a partir del acoso a que es sometido Txato por el entorno abertzale y del paso a la clandestinidad de Joxe Mari) y el hecho que, si bien Miren sigue siendo una beata, Bittori pierde la fe ante la connivencia de la iglesia vasca con la izquierda abertzale (por cierto, habría resultado mucho más plausible que Miren le rezara a San Antonio o a la virgen de Aránzazu para pedir favores: seguro que San Ignacio le resulta de lo más simbólico a Aramburu, pero –por desgracia para la suspensión de la incredulidad en el relato– no es un santo que cuente con ese tipo de devoción en el País Vasco…). Los dos padres están cortados por el mismo patrón (club cicloturista, partida de mus, calzonazos con los que nadie cuenta en casa, porque, ya se sabe, el poder familiar lo detentan las mujeres), salvo por el hecho de que Txato es un emprendedor, y Joxian un hombre sin iniciativa que seguirá siendo obrero en una fundición hasta su retiro.

Joxe Mari, por otra parte, responde al tópico del hombre de acción de ETA, con poco cerebro, mucha testosterona y nula capacidad de análisis sociopolítico, es decir, fácilmente manipulable por los políticos de la izquierda abertzale, primero, y por la dirección de la banda, después. Su proceso de desencanto con la lucha de ETA se resuelve rápido y, a mi entender, con demasiadas elipsis (me remito a lo señalado en el punto cuarto de esta reseña). Arantxa, la hija díscola del epicentro terrorista-abertzale, podría haber resultado un personaje más profundo e interesante si no fuera porque, en beneficio de melodrama, acabe atada, vía ictus, a una silla de ruedas y forzada a comunicarse malamente por medio de frases breves que escribe en un iPad; el desarrollo de los altibajos en su relación con su marido Guillermo (que representa a los hijos de la emigración llegada en los años cincuenta y sesenta) habrían merecido un bisturí más afilado. De Gorka, el hijo escritor y homosexual que se “autoexilia” a Bilbao, hablaré más en el punto 9; baste decir, en relación a la cuestión de los clichés, que el modo en que se nos muestra su relación con Ramuntxo, su pareja, es a través de las sesiones de masaje que se dan mutuamente (a veces “con final feliz”, como el propio autor se encarga de aclararnos).

En cuanto a los hijos de Txato y Bittori, Xabier y Nerea, lo significativo, en relación a su reacción tras el atentado contra su padre (es decir, a su desarrollo como personajes), es la inversión en paralelo de sus respectivos roles de género (tradicionales, por supuesto): Xabier se niega toda felicidad, y eso lo lleva a romper con su amante Aránzazu y a convertirse en un hombre sin deseo ni actividad sexual alguna, mientras que, por el contrario, Nerea empieza a llevar una vida sexual muy agitada (el mismo día en que asesinan a su padre le pide a José Carlos, un chico con el que apenas tiene relación, que pase la noche con ella y hagan el amor: “¿De verdad que te apetece?”. “Lo necesito”, pg. 44), sucumbe al amour fou con un estudiante alemán, y acaba en una relación “abierta” con su marido Quique. Son personajes que quizá habrían funcionado mejor en un libro de cuentos, pero a los que Aramburu no saca, en mi opinión, el partido que le ofrecían 619 páginas. Como decía David Foster Wallace, “tienes que entender que escribir novelas conlleva algo tan raro e infantil como tener un amigo invisible al que después matas, algo que nunca estuvo vivo salvo en tu imaginación (…). Los personajes de los relatos son diferentes. Están vivos en el rabillo del ojo”. Eso es lo que yo he sentido muchas veces con los personajes de Patria: que estuvieron vivos sólo en el rabillo del ojo de su autor…

(6.1. Hablando de clichés… ¿es que los escritores castellanohablantes no conocen nada de música vasca, aparte de Mikel Laboa y Txoria txori? No niego que Joxe Mari pueda tener ese exquisito y típico gusto musical, pero ¿no sería más congruente con los rasgos que el autor nos ha proporcionado sobre su personalidad y su historial militante que fuera fan de Kortatu, La Polla Records, Barricada o Hertzainak? Incluso en el caso de que no fuera así, ¿de verdad pueden obviarse en una novela de seiscientas y pico páginas sobre la vida social del País Vasco a lo largo de los últimos treinta y cinco años? Y eso que Ramuntxo lleva en la radio un programa “sobre la actualidad musical de Euskal Herria”, oportunidad que Aramburu desaprovecha para introducir alguna referencia que vaya más allá del consabido Laboa). (En la pregunta que encabeza este subapartado resuena el eco de una crítica que hizo en una ocasión el escritor navarro Jon Alonso a algunos rasgos de “tipismo” que halló en Galíndez, la novela de Manuel Vázquez Montalbán, cfr. “Ardo ezina (asmazio kaltebako baten kronika)”, in Agur, Darwin, eta beste arkeologia batzuk, Pamiela 2001. Aunque, al menos en su caso, Vázquez Montalbán tenía la disculpa de estar haciendo, en ese pasaje de la novela, “literatura turística”…).

7. La mayor parte de Patria, como he señalado antes, transcurre entre la segunda mitad de los años ochenta (que es cuando empieza el acoso social contra Txato) y los meses siguientes al anuncio del cese definitivo de la violencia por parte de ETA, en otoño de 2011. Aramburu, astutamente, nunca proporciona al lector fechas exactas, pero es posible hacerse una idea de la época en que están produciéndose los acontecimientos gracias a los datos indirectos que proporciona (tortura y muerte de Mikel Zabalza, matanza de Hipercor, negociaciones de Argel, caída de Sokoa, asesinatos de Gregorio Ordóñez y Miguel Angel Blanco…). Sin embargo, algo flota en el ambiente de la novela que no acaba de funcionar en ese sentido: no me atrevo a hablar de anacronismos, pero sí de un cierto décalage temporal. La presencia obsesiva de la religión y el papel dominante del cura don Serapio parecen más cosa de los años sesenta y setenta que de los ochenta o los noventa, por ejemplo, en los que el proceso de secularización del nacionalismo vasco (sobre todo del de izquierdas) estaba ya muy avanzado. Ese detalle le funciona mucho mejor a Aramburu en su novela Años lentos, ambientada precisamente en la época anterior a la que se sitúa esta; se nota que el autor la vivió de primera mano, y por eso pienso que su poder evocador chirría menos en aquella novela; en cambio, en Patria los discursos de Don Serapio a favor de ETA o de la literatura en euskera resultan inverosímiles, por extemporáneos o por burdos (cfr. pgs. 300-301 y 335). Por otra parte, las costumbres y el comportamiento de los estudiantes universitarios de Zaragoza no suenan como de muy a finales de los ochenta o principios de los noventa, sino a tiempos algo anteriores (véase la pg. 305). También me ha llamado la atención el uso del despectivo “maqueto” y la consideración siempre negativa de Miren hacia los inmigrantes llegados de España en los años del franquismo, incluso en el caso de que participen del credo de la izquierda abertzale y sean miembros de los grupos pro-amnistía (cfr. pg. 536, por ejemplo): no parecen propios de esa época, ni de ese entorno. Por otra parte, se me hace raro imaginar a africanos vendiendo bisutería en las fiestas de un pueblo vasco a finales de la década de los setenta (pg. 105); el programa Idazleak ikastetxeetan, que organiza visitas de escritores a la red educativa vasca (pública y concertada, no sólo a las ikastolas), no comenzó, en una versión incipiente y reducida, hasta el curso 1990-91, y el convenio que, para generalizarlo, acordaron el Gobierno Vasco y la Asociación de Escritores en lengua vasca no se firmó hasta 1996: es decir, de ningún modo en la segunda mitad de los ochenta (antes del asesinato de Txato), como sugiere el autor por boca de Gorka (pg. 243). No es la primera vez que me ocurre con Aramburu: tuve la misma sensación general con algunos de los cuentos de Los peces de la amargura, que exhibían características de un ambiente social que no correspondía al de los años noventa o de principios de siglo en que se desarrollaban, sino al de décadas anteriores.

8. Uno de los rasgos que acentúan ese desplazamiento temporal en la novela es el de la relativa ausencia de debate ideológico a lo largo de la misma, sobre todo en lo que al mundo de la izquierda abertzale se refiere. Puede que sea cierto que la ETA posterior a Bidart se convirtiera casi en un fin en sí mismo y que su combustible fuera únicamente el nacionalismo vasco más radical. Pero se supone que Joxe Mari se integra en la izquierda abertzale y, más tarde, cuando pasa a la clandestinidad, en ETA, durante los años ochenta: sin embargo, apenas hay referencias al marxismo o al socialismo revolucionario, muy presentes en las discusiones de la época; vale que el autor haya escogido a un “brutote” sin cerebro como representación (principal) del militante de ETA, pero me da la impresión de que, en una novela tan larga, era un factor del ambiente que se podía reflejar, a la hora de dar verosimilitud a ese aspecto del relato.

Lo mismo puede decirse de la escasa presencia de la vida colectiva y asociativa en la novela, tanto en el caso de la familia de la víctima (aunque Nerea, conforme pasan los años, se acerca, con menos reticencias que Xabier, a las asociaciones de víctimas; pero a Gesto Por La Paz, por ejemplo, no se la menciona ni una sola vez a lo largo del texto), como en la del victimario. En ese caso sí que me parece un poco más raro, porque la lucha a favor de la amnistía, los derechos de los presos de ETA y la gestión de la dispersión por parte de los familiares ha llevado a formas de acción colectiva muy enraizadas, en torno a las Gestoras Pro-Amnistía y otras asociaciones: una vez más, es algo que quizá podría soslayarse en un cuento o en una nouvelle, pero difícilmente en una novela de esta extensión. Ligado a todo esto, llama la atención, por ejemplo, este análisis que sobre la actividad de ETA hace, en un momento dado de la novela, Xabier: “Tienes que hacerte a la idea de que ETA es, ¿cómo te diría yo?, un mecanismo de actuación. (…) ETA debe actuar sin interrupción. No le queda otro remedio. Hace tiempo que ha caído en un automatismo de la actividad ciega. Si no hace daño no es, no existe, no cumple ninguna función. Este modo mafioso de funcionamiento está por encima de la voluntad de sus integrantes. Ni siquiera sus jefes pueden sustraerse a él. Sí, bien, toman decisiones, pero eso es sólo aparente. En ningún caso pueden no tomarlas, porque la máquina del terror, una vez que ha cogido velocidad, no se puede detener. ¿Me entiendes?”. No tengo nada que objetar, a fin de cuentas es una opinión (quizá demasiado analítica, demasiado “redonda” y enfática), expresada en conversación (con poca naturalidad) por uno de los personajes de la novela. El caso es que esto se lo dice Xabier a su padre Txato antes de su asesinato, es decir, a finales de los años ochenta, y yo diría que correspondería a un tiempo posterior, en el que este tipo de explicaciones se hicieron mucho más habituales. Porque, al margen de lo que podamos pensar de ETA y la izquierda abertzale, lo cierto es que la ETA de los años setenta no es la misma que la de los ochenta, ni la misma que la de los noventa; algo que también puede decirse, por cierto, del País Vasco en general, de España y de cualquier otro país. Quizá, no lo niego, sean los daños colaterales resultantes de ser profesor de historia, pero creo que son cuestiones a tener en consideración, dado el ambicioso planteamiento del que parte la novela.

9. Tengo que reconocer, por otra parte, que me ha dolido el “taconazo” que, aprovechando el personaje de Gorka, propina Aramburu al mundo de la literatura en euskera, al que pertenezco, me temo, tanto o más que al de la española. Es cierto que ha sido una constante en sus manifestaciones públicas, pero pensaba que, después de la retractación que se vio obligado a hacer tras sus polémicas declaraciones en la Feria del Libro de Guadalajara del año 2011 (cuando acusó a Bernardo Atxaga y a otros escritores en euskera de no ser libres para escribir en contra de ETA, a causa de las enormes subvenciones que reciben), había moderado sus opiniones sobre el tema.

No parece que sea así, a tenor de la manera en que representa al escritor vasco por medio del hijo menor de Miren. Gorka, como Arantxa, no está de acuerdo con la deriva abertzale de Joxe Mari y de su madre, y procura no participar, o hacerlo de manera discreta, en el ambiente de manifestaciones, asambleas, homenajes y visitas rituales a la herriko taberna que domina la vida social de los jóvenes del pueblo. Uno de sus refugios es la literatura, lo que le llevará con el tiempo a convertirse, además de en divulgador cultural de la cadena radiofónica que dirige Ramuntxo, en escritor… de literatura infantil y juvenil. Decisión que toma, claro está, para evitar los problemas que podría acarrearle tener que posicionarse sobre el tema: “Arantxa (…) lo animó a dedicar en el futuro sus mayores esfuerzos creativos a la literatura infantil. ‘Mientras escribas para niños, te dejarán tranquilo. Pero ay de ti, chaval, como te metas en líos de la tierra. En todo caso, si te da por escribir para mayores, pon tus historias lejos de Euskadi. En África o América, como hacen otros’” (pg. 345).

Dejando a un lado el mito de las subvenciones, sobre el que vuelve a insistir Aramburu, y que no creo necesario rebatir aquí, lo cierto es que esta es la visión simbólica que intenta dar de las letras vascas: la de una literatura infantilizada, escapista, incapaz de abordar temas de calado y, por lo tanto, de menor categoría que la que se escribe en castellano. Lo malo (para la tesis de Aramburu) es que la literatura euskaldún, como he intentado demostrar en el punto 2 de esta crítica, no responde a ese cliché, y se ha ocupado de los “líos de la tierra” desde hace mucho tiempo. Sobre todo, precisamente, desde el momento cronológico en que Gorka da comienzo a su carrera literaria, que estaría situado, según la novela, a finales de los años ochenta. Y eso sin meterme en el agravio comparativo que hace sufrir a la literatura infantil y juvenil, al considerarla incapaz, por naturaleza, de tratar temas “serios” o “comprometidos” (algo que podríamos debatir desde muchos ángulos, aunque, por el tema que nos ocupa, creo que es suficiente con mencionar Pikolo, un libro para niños de Patxi Zubizarreta, publicado en 2008, en el que se habla del conflicto a través de los ojos del hijo de un guardia civil de servicio en el País Vasco, con un grado de crudeza que poco tiene que envidiar el de muchas obras “adultas” y, desde luego, no tiene parangón, que yo sepa, en la literatura infantil escrita en español. Por cierto, hay traducción a este idioma, en Lóguez Ediciones).

10. Pirotecnias verbales y lenguaje “popular”; personajes y situaciones reconocibles con inmediatez y renuncia a explorar la gama de grises que suele ser el humus de la alta literatura; un posicionamiento político claro que impregna toda la obra y pretensión de exhaustividad; recurso al melodrama y acercamiento al “lado humano” de unos personajes sin fisuras; minimización de detalles referidos al contexto histórico y final esperanzador: me pregunto si entre algunos de estos parámetros alrededor de los que (a mi entender) se mueve Patria está la clave de su éxito de ventas y de su conversión en acontecimiento literario. Y la clave de los problemas que (también a mi entender) presenta como obra literaria, al menos para serlo de primer orden; en esto creo que mi reseña coincide con la que escribió hace unos meses Jabo H. Pizarroso para Estado Crítico, poco o nada divulgada. Porque yo situaría a Patria más en el plano de la literatura de consumo, que en el de la calidad que se le supondría a un libro que aspira a ser la Gran Novela de cualquier ámbito. Por poner algunos ejemplos comparativos, referidos a tragedias históricas de gran calado: si habláramos de la literatura acerca de la esclavitud afroamericana, Patria no sería Beloved, de Toni Morrison, sino Raíces, de Alex Haley; si nos refiriéramos al Holocausto, no sería Si esto es un hombre, de Primo Levi, sino El niño con el pijama de rayas, de John Boyne. Desde ese punto de vista, no es de extrañar que se haya anunciado con tanta celeridad el proyecto para convertir la novela en serie televisiva: el guión podría ser prácticamente la novela misma. Y que conste que esto no me parece, en principio, mal: el hecho de que muchos vascos, entre ellos muchos abertzales, hayan leído la novela y hayan rememorado, a través de ella, lo que han sufrido las víctimas en este país, me parece un buen síntoma, al menos desde el punto de vista social. Lo mismo podría decirse (aquí sigo a Alberto Moyano) de que alguien como el presidente Rajoy haya recomendado la lectura de una novela en la que las torturas llevadas a cabo por las fuerzas de seguridad del estado aparezcan como un hecho habitual. En ese sentido, no dudo de que la novela (y la serie posterior: bueno, ya veremos qué conservan y qué dejan de lado de la obra original) tenga alguna capacidad para contribuir al proceso de paz, reconciliación y memoria por el que tiene que pasar este país. Pero el problema es que aquí estamos hablando de otra cosa: de Literatura.

11. Por cierto que el autor, cediendo a la moda de la autoficción y a la inclinación, tan actual, de insertar en la obra misma el sentido preciso en que le gustaría que fuera leída (tendencias que, por desgracia, también están en boga en la literatura contemporánea en euskera), incluye un capítulo, el 109, en el cual, durante el coloquio de una asociación de víctimas del terrorismo al que asisten Xabier y Nerea, en el que el autor mismo es ponente, nos ofrece las claves de la novela que estamos leyendo, y en el que incluye su deseo, expresado en tantas entrevistas, de que el libro contribuya a la derrota literaria de ETA (pg. 529). Afirma además el alter ego de Aramburu: “Escribí sin odio contra el lenguaje del odio y contra la desmemoria y el olvido tramado por quienes tratan de inventarse una historia al servicio de su proyecto y sus convicciones totalitarias” (pg. 528), algo que me parece loable, pero, en todo caso, evidente para cualquiera que haya llegado a ese punto de la novela. Y añade a continuación, modesto, en la misma página: “Pero también escribí, desde el estímulo de ofrecer algo positivo a mis semejantes, a favor de la literatura y el arte, por tanto a favor de lo bueno y noble que alberga el ser humano. (…) Procuré evitar los dos peligros que considero más graves en este tipo de literatura: los tonos patéticos, sentimentales, por un lado; por otro, la tentación de detener el relato para tomar de forma explícita postura política. Para eso están, a mi juicio, las entrevistas, los artículos de periódico y los foros [de víctimas del terrorismo] como éste”. Y los capítulos autojustificativos como éste, añadiría yo. Un capítulo que, contradiciendo lo que el mismo autor parece defender, detiene el relato para reafirmar la postura militante de la que parte la intentio auctoris.

12. Y ahí reside, para mí, el quid de la cuestión, o uno de ellos, al menos. Discrepo con César Aira cuando defiende que “la literatura no sirve para nada que no sea ofrecer el placer que produce”. No, la literatura sirve para algo más; si para mucho o para poco, es otra discusión. Pero la mejor literatura, la que (creo yo) más acaba sirviendo para algo más, es la que se escribe como si no fuera a servir para nada. O, al menos, la que no se escribe bajo la losa de su utilidad inmediata, sea ésta política, moral o económica. El hecho de que Patria no me haya convencido como obra literaria, tiene que ver, entre otras cosas, con eso.

portada patria

Seis porqués para la presentación de “El eco de los disparos”, de Edurne Portela

El martes día 4 de octubre participé en la librería Zuloa de Vitoria-Gasteiz, junto al periodista Iker Armentia y la propia autora, en la presentación del libro de Edurne Portela El eco de los disparos. Cultura y memoria de la violencia (Galaxia Gutenberg, 2016), una obra sobre las representaciones artísticas de la violencia de estas últimas décadas en el País Vasco, es decir, nuestra versión de lo que en Irlanda del Norte se ha venido denominando The Troubles, y en la cuadrilla del escritor navarro Jokin Muñoz (y también en la mía, curiosamente y sin que tuviéramos conocimiento mutuo) dimos en llamar La Cosa. Este es el texto que preparé para dicha presentación (no es una crítica, por lo tanto, lo subrayo porque hay quien confunde ambos géneros); tras su lectura Portela dio paso a su propia intervención, y después tuvimos ocasión de debatir, entre nosotros y con el público asistente, algunas de las cuestiones que se habían planteado. En todo caso, en mi texto mencionaba las seis razones por las que me parecía que el de Portela es un buen libro: porque es raro, porque es riguroso, porque no es neutral, porque (sin embargo) no es vengativo ni justiciero, porque es personal y, finalmente, porque es atrevido.

-En primer lugar, creo que El eco de los disparos es bueno porque es un libro raro, en el mejor y más radical sentido de la palabra. Raro, porque hay pocos como este, porque pertenece a un género que es difícil de clasificar. Se trata de un ensayo, sí, y se presenta en una colección y formato que nos remiten a ese género. Pero es más que eso, porque, me atrevo a decir, es asimismo un libro de memorias, con pasajes autobiográficos que funcionan con la exactitud de los buenos cuentos. Y, si te descuidas, por ese camino, es también un libro de historia, quizá no de Historia en mayúscula, pero sí de una historia personal que se convierte en colectiva a lo largo de un libro interdisciplinar. Y eso también es raro, o poco habitual. Porque de una estudiosa de la literatura como Portela (doctora en Literaturas Hispánicas por la Universidad de Chapel Hill, y profesora titular de Literatura Hispanoamericana durante muchos años en la Universidad de Lehigh) se podría esperar un libro muy “filológico”, pero no es así, pues combina perfectamente el estudio del hecho literario sobre La Cosa con el del cine, el del mundo audiovisual, el de las artes plásticas y el de los hechos políticos y sociales. En un equilibrio excelente, y sin caer en esa excusa para construir teorías abstractas o hacer sociología de saldo en que se han convertido en muchas ocasiones, para las gentes de las Humanidades, los llamados Cultural Studies.

-Pienso, por otra parte, que es un buen libro porque, ligado con esto que acabo de decir, es un libro riguroso, aunque no academicista. Tiene su bibliografía, sus citas bien fundamentadas, sus notas a pie de página, pero, con todo el músculo de rigor académico que exhibe, no es un libro “rígido”. El equilibrio, el tono que ha logrado Portela con este libro tiene mucho mérito; es un libro que se lee muy bien. Bueno, relativamente bien, como trataré de explicar más adelante. Y es un libro que, además, huye de la teorización por la teorización y de ese lenguaje abstruso que muchas veces caracteriza a los estudios contemporáneos, y me hacen añorar los tiempos en que Edward P. Thompson se lanzaba a la yugular de Althusser esgrimiendo argumentos como los de su obra Miseria de la teoría. Desde luego, no es el caso del libro de Portela, ni mucho menos.

-Y puede que una de las razones de que sea así es que se trata de un libro riguroso, pero no neutral. Es un libro de combate, de reflexión, sobre todo de autorreflexión, histórica pero también ética, sobre lo que nos ha pasado en estos últimos cincuenta años de historia en el País Vasco, lo que hemos hecho y, sobre todo, lo que hemos dejado de hacer, en relación a todas las violencias que hemos sufrido, pero sobre todo en relación a la (a mi entender) más importante de ellas, la proveniente de ETA y su entorno. Por eso he señalado antes que se lee relativamente bien: la prosa corre como la pólvora, pero quema también; a mí por lo menos me ha dolido leer muchas cosas. Y en ese sentido es un buen antídoto, amargo como el aceite de ricino, contra ese “pasar página” al que (me temo) muchos tenemos, en demasiadas ocasiones, tentación de recurrir, en este país. Llevamos pasando página desde la guerra civil, o, si te descuidas, desde las guerras de bandos. Y así nos ha ido…

-Aunque, por otra parte, el hecho de que no sea neutral no quiere decir que este sea un libro justiciero o vengativo, que es con lo que se confunde a veces la no-neutralidad, o la lucha contra una supuesta equidistancia entre dos bandos que, a mi modo de ver, nunca han existido como tales en el País Vasco. La autora, si con alguien ajusta cuentas, es consigo misma, y con su pasado. Y plantea sus dudas, sus inseguridades, no cae en ese discurso tajante, avasallador, de esos autores que, tras su caída en el camino a Damasco, vuelven a subirse a otro caballo desde el que continúan tronando y, por supuesto, teniendo siempre razón, aunque sea en un sentido contrario al que habían defendido antes. Hasta cuando discrepa o critica, Portela mantiene un tono mesurado, respetuoso, que huye de lo tajante. El eco de los disparos, en ese sentido, es un lugar de reflexión y debate, no el templo de un dios monoteísta, o un tribunal de última instancia. Ni mucho menos. Es un libro que nos interpela, pero que también nos explica, o nos da herramientas para autoexplicarnos.

-El libro me gusta también, y me ha conmovido, porque es personal. Creo que estoy repitiendo algo que ya he mencionado antes, pero Portela hace lo contrario de esos malhechores o héroes de película barata que sueltan un “no es nada personal” antes de descerrajarle un tiro a alguien. Aquí, desde luego, no hay disparo, pero tampoco esa reivindicación de frialdad profesional. En ese sentido, la función que tienen los textos, los pequeños relatos biográficos que interrumpen la cañada principal del libro, que es un análisis de las representaciones artísticas de La Cosa, es muy importante, pues en realidad no lo rompen, sino que vertebran todo el libro, desde que la autora cuenta sus visitas de pequeña a los “barbudos” del País Vasco Francés, hasta su reencuentro con una vieja conocida que fue en su tiempo víctima del terrorismo de ETA, pasando por sus tiempos de pogo en los conciertos de Soziedad Alkohólika y su reacción en fiestas de Santurce cuando anunciaron el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Y, ya lo he dicho antes, están extraordinariamente bien escritos, sin caer en la cursilería o la pedantería en que suelen incurrir algunos novelistas al tratar el tema. Con sobriedad y economía, es decir, con efectividad literaria.

-Y esa naturaleza personal creo que tiene que ver también con el hecho de que sea un libro atrevido, que no huye de la polémica. Porque plantea, desde los estudios hispánicos, una visión diferente, o por lo menos no muy habitual en el mainstream sobre La Cosa. Porque busca la discusión de ideas, el debate, como cuando pone en cuestión el uso del humor para tratar el problema, a la manera que se hizo, por ejemplo, en la película Ocho apellidos vascos. Pero huyendo de la idea de la imposición de una visión inequívoca y maniquea, como he mencionado antes. Es un libro, por tanto, que no gustará a los amantes de la brocha gorda y de la distinción nítida entre el mal (absoluto) y el bien (absoluto), o a los adoradores del binomio patria-pueblo (sean cuales sean dicha patria y dicho pueblo),  es decir, a aquellos que descreen de que una de las funciones de la literatura (y de las artes en general) es buscar el matiz y explorar la gama de grises. Y esa es una propuesta que, a día de hoy, es casi revolucionaria, viniendo del ámbito de donde viene (la academia, los estudios de literatura hispanoamericana) y dirigiéndose al público que se dirige (el de habla hispana, porque para el euskaldún quizá no sea, en principio, tan novedoso lo que Portela propone, aunque tenga la ventaja de venir mejor explicado que la mayoría de los trabajos que tratan sobre el tema).

Vamos, que este es, para mí, el auténtico must de la temporada literaria, en cuanto a La Cosa se refiere, y no Patria, la novela “definitiva” sobre el asunto de Fernando Aramburu… En el ámbito de las representaciones de la violencia en el País Vasco, como demuestra Portela, se ha hecho mucho, malo, pero también bueno…tanto, que nadie puede arrogarse, a estas alturas, exclusividad alguna. Y no me cabe duda de que, ahora que han callado las armas, se seguirá escribiendo / filmando / pintando / esculpiendo / componiendo / haciendo mucho sobre el tema. Tanto bueno, como regular y malo…

el eco de los disparos bilaketarekin bat datozen irudiak