[Hace casi exactamente un año, los días 19 de septiembre y 10 de octubre, tuve el placer de presentar la primera novela de Edurne Portela, Mejor la ausencia, en Vitoria y en San Sebastián, en las librerías Zuloa y Zubieta, respectivamente. Me parece adecuado rescatar, refundir y corregir los textos que preparé para ese día y publicarlos en este blog, para recordar aquellos momentos, y una buena novela].
Antes de que llegara este Mejor la ausencia, Edurne Portela (Santurce, 1974) presentó el año 2016 su libro El eco de los disparos. Cultura y memoria de la violencia (Galaxia Gutenberg) un ensayo literario en el que desplazaba el foco de su interés desde la violencia argentina y latinoamericana que había ocupado parte de su obra académica anterior, a la nuestra, a lo que ocurrió aquí, o a La Cosa, que es como llamamos a esto que nos pasó gente como Jokin Muñoz o yo mismo.
En aquel libro, que ha tenido tres ediciones y una repercusión más que notable (para tratar del tema que trata y ser ensayo…), ya había, creo yo, la promesa de un libro de narrativa, incluso de una obra de ficción, en los pasajes en los que, junto al análisis de novelas, películas y obras de arte sobre la violencia vasca, escarbaba en su memoria y contaba su experiencia personal en relación con La Cosa. Recuerdo que alguno de esos pasajes me parecieron cuentos redondos. De hecho, yo creía (estaba convencido) de que el paso siguiente, para Portela, sería escribir un libro de relatos. Pero nadie es perfecto, y ha elegido un género menor como la novela para continuar por esa vía. Qué se le va a hacer.
Por fortuna, Mejor la ausencia no va a engrosar la lista de las malas novelas, que, como es bien sabido, es casi infinita.
Es cierto que es la novela de un crítico, en este caso de una crítica, algo que suele levantar sospechas. Hay quien piensa que el crítico literario que luego se mete a escritor de ficciones siempre está intentando rebatir el tópico de que es un escritor frustrado, o intentando demostrar que el tiempo invertido en analizar los mecanismos de la ficción le ha servido para dar con la fórmula mágica de la misma. De hecho, una amiga me preguntó, cuando le dije que iba a presentar Portela, a ver si la novela “resultaba académica”.
Yo le contesté, evidentemente, que no. Lo que me hace pensar que igual Portela, lo que era, era una falsa académica, una escritora partisana, emboscada en el frente académico, y que por fin se ha quitado el pasamontañas. La manera en la que describe, por ejemplo, la educación literaria, el recorrido de lecturas que hace la protagonista y narradora de la novela, Amaia, durante su adolescencia, no es nada académica. Es la descripción de una pasión literaria, con la que, por cierto, yo me he sentido muy identificado. Y lo mismo puede decirse de lo que de lo que reivindica que significa escribir ficción:
Lo único que soy capaz de controlar es el mundo detrás de esta pantalla. No es que lo entienda, pero puedo transformarlo a mi antojo: lo hago crecer según se despiertan algunas memorias, lo cerceno si lo que surge después de unas horas de escritura me desagrada, doy cuerpo a intuiciones que me llevan acechando años. A veces la oscuridad se vuelve insoportable y lo tengo que dejar, pero según bajo la pantalla del portátil sé que el monstruo queda ahí, contenido, controlado. Y con un botón lo puedo hacer desaparecer. Aunque luego resucite. Aquí fuera es mucho más difícil, la realidad se me escapa (pg. 203).
En todo caso, Mejor la ausencia se está presentando y publicitando como una novela de La Cosa, y creo que lo es, sin duda, pero también es algo más, como intentaré demostrar.
[Otra novela de La Cosa, diréis. Ya está bien. ¿Es que el tema no se acaba nunca? Puede que haya quien ya esté un poco hartito del tema. Yo soy de los que creo que no, que no se publican suficientes libros de ficción sobre el conflicto vasco, o suficientes libros de historia, o testimoniales. Tengo que confesar que no soy mucho de Rieff y su elogio del olvido. Os cuento algo que me pasó este verano de 2017, en plena vorágine de la crisis turismofóbica. En el periódico Berria se publicó un artículo bajo el título de “Turismoa, Inditex eta pintxoak”, que creo que no hay ni que traducir al español; desconozco si salió en español en otros medios. En él, Joseba Álvarez, militante de la izquierda abertzale donostiarra de toda la vida, explicaba cómo había cambiado la Parte Vieja bajo el impulso de la turistificación, y cómo, para explicar esos cambios a los jóvenes, habían hecho una asamblea en la plaza de la Constitución, en la que había ido enumerando lo que había antes en la plaza (y habían sustituido las omnipresentes terrazas de los bares): de derecha a izquierda, empezando de la Biblioteca, “la pequeña imprenta, la librería, la carpintería, la zapatería, la carnicería, el puesto de patatas fritas y cacahuetes, la pequeña papelería, la hermosa pescadería, la agencia de seguros, cuatro bares y la biblioteca municipal”. Y luego seguía contando como, bajo la feroz apisonadora del turismo, habían desaparecido todos esos entrañables establecimientos.
Dirá algo, me decía a mi mismo. Dirá algo. Pero seguía leyendo el artículo, y nada.
La librería que mencionaba al principio de la lista era Lagun. Una librería, que yo recuerde, que no fue expulsada de la Parte Vieja de San Sebastián por la especulación turística o la gentrificación, sino por los ataques continuados de los compañeros de viaje de Joseba Alvarez, que no pararon el acoso hasta que la librería desapareció de allí.
De manera que sí, que creo que hay que seguir escribiendo sobre La Cosa. Para contrarrestar un poco, al menos, la amnesia selectiva que nos asalta. Que no solo afecta a parte de la izquierda abertzale, por cierto: Lorenzo Silva, Gonzalo Araluce y Manuel Sánchez Corbí acaban de publicar Sangre, sudor y paz: La Guardia Civil contra ETA y, bueno, yo diría que, entre otras cuestiones, el libro minusvalora el papel que el cuerpo tuvo en el uso de la tortura en el País Vasco. Algo que quizá no es de extrañar, teniendo en cuenta que el mismo Sánchez Corbí fue condenado (y más tarde indultado) por dicho delito…].
Pues, bien, volviendo a Mejor la ausencia, pongamos que es una novela de La Cosa. Y diré que, como novela de La Cosa, se sitúa, con honores, dentro de la tradición que inauguraron, en los años setenta, por una parte 100 metro, de Ramón Saizarbitoria (que, por cierto, acaba de ser reeditada en español) y Lectura insólita de El Capital, de Raúl Guerra Garrido. Con la ventaja de que, a diferencia de otros escritores, Portela conoce ambas tradiciones, la euskaldún y la castellana, que discurren paralelas, y en ocasiones, espalda contra espalda, en la historia de nuestras literaturas.
Discrepo, en este caso, de los que meten en el mismo saco todos los libros sobre el tema, en un supuesto boom de la literatura post-ETA. Los libros, sobre todo cuando se apoyan en la memoria, como es el caso, tienen su tempo, y yo estoy seguro de que Portela habría escrito esta novela, con ETA o sin ETA, con boom o sin boom, en este momento de su vida. Y es que a veces nos olvidamos de que, por muy relacionados que estén, el tiempo de la literatura no es el mismo que el tiempo histórico, que el tiempo en sí. Como decía Damián Tabarovsky, “la literatura se realiza en una comunidad imaginaria, en un destiempo, en la imposibilidad radical, en la soledad, en el malentendido”. Creo que es, al menos, el caso de la buena literatura, y es el caso de Mejor la ausencia.
La historia se desarrolla en la Margen Izquierda, en dos periodos muy diferentes: uno, entre 1979 y 1992, que es el que ocupa el grueso de la obra, y otro, más corto, correspondiente a 2009, y no puede más que ser una novela de La Cosa, porque La Cosa era algo que permeaba todo lo que ocurría en nuestra sociedad.
Pero no se trata de una novela de combate, sino de personajes. Se centra en el entorno de Amaia, una chica nacida en 1974, casualmente el mismo año que Portela, y que empieza su narración cinco años después, en 1979. Familia, amigos, enemigos más o menos íntimos… a lo largo de la novela vemos desfilar toda una nómina de personajes que reconstruyen un microuniverso muy rico, en el que los matices, el claroscuro, son lo principal: la construcción de los personajes me parece, en ese sentido, admirable.
Porque se nota que Portela mima a sus personajes, los quiere, incluso a los que a priori pueden parecernos más despreciables (como Amadeo o Carlos), los quiere. Y eso me parece fundamental en un novelista. Hace poco he leído una novela, de un editor y escritor vasco muy conocido, Xabier Mendiguren, que se titula Alsina, uno de cuyos ejes es la conversación, durante una cena, de dos altos cargos del PNV y del PSE, este último antiguo polimili. La idea es buena, y, además, el autor, por medio de la conversación, hace un interesante repaso de lo que significó cierta época de la historia del País Vasco. El problema es que yo, como lector, no pude creerme del todo aquel diálogo, porque el autor detesta a sus personajes, se nota que le caen mal, y no puede evitar reflejarlo en el texto, de manera que les hace decir cosas que los verdaderos personajes difícilmente dirían, o no de ese modo (eso creo, al menos).
Y pienso que la clave está en querer a los personajes, que es lo que hace Portela en esta novela con Amadeo, el padre de la narradora; con Elvira, la madre; con Aníbal, el hermano yonki; con Aitor, el hermano supuestamente responsable; con Kepa, el hermano borroka; con Carlos, un policía tan atractivo como turbio; con Pili, la asistenta; con Gema, la amiga de Amaia; con Iker, el amor platónico de la narradora; incluso con Amaia, la narradora, que a veces se hace un poco odiosa al lector (por lo menos a este lector, por ejemplo en la página 104)… Pero, en todo caso, nunca deja de ser creíble…
(Cuando comenté esto último en la presentación de Vitoria, la novelista se me enfadó un poco, y me ha pasado también con alguna otra amiga a la que se lo he comentado. Así que lo retiro. Reconozco que puede ser debido a que tengo dos hijas adolescentes en casa y hay veces que no acabo de llevarlo bien. Me decía mi amiga que, a fin de cuentas, la actitud destroyer de Amaia es comprensible a causa del ambiente que vive en casa. Pero yo le conteste que la violencia de Amadeo también es comprensible –que no justificable– teniendo en cuenta lo que vive fuera de casa, en el infierno del conflicto vasco… y yo creo que esa es la grandeza de este libro, no presentar monigotes planos, esquemas, clichés, sino personajes con matices, que evolucionan, que cambian con respecto a su background…).
Y, de acuerdo, Mejor la ausencia es una novela de La Cosa, sí, pero es también una novela periférica sobre La Cosa, algo que creo que hay que destacar. Y lo es, me da la impresión, en dos sentidos.
Uno, porque en un mundo narrativo en el que domina el giputxicentrismo, Portela pone el foco en los márgenes del Gran Bilbao, un espacio que no ha sido tan novelado como merece, no al menos en relación al tema de La Cosa (en euskera habría que mencionar, por lo menos, a Joxe Belmonte, cuya novela Hamar urte barru está traducida al español, como Al cabo de diez años, Erein 2006). Creo que ese es una de las aportaciones fundamentales de la novela, la construcción de ese mundo entre la crisis económica y la deriva posindustrial, que creo que está magistralmente reflejado.
Y, dos, este libro es periférico también en el sentido de que está escrito por una mujer y, sobre todo, narrado por una mujer, una niña al principio, como es Amaia. Porque la literatura de La Cosa, la literatura sobre “nuestros muchachos”, “gure motilak”, ha sido y es una literatura en general muy masculinizada, incluso un poco cipotuda, en algunos casos. Por supuesto, ha habido aportaciones en ese sentido, en euskera por parte de gente como Arantxa Urretabizkaia, Itxaro Borda, Eider Rodriguez, Uxue Apaolaza o Katixa Agirre, pero siguen siendo minoría. Y abrir ventanas al otro lado de la casa, no sólo al lado masculino, siempre es positivo, aunque eso no implique nada sobre la calidad de la obra, sobre si la ventana va estar limpia o no, o va a ser del tamaño adecuado. En este caso lo es, la ventana está bien hecha, colocada a una altura adecuada, y el cristal es bueno. Pero es que además novelas como esta aportan diversidad, algo que a mí siempre me parece positivo, y experiencias que, si sólo hombres escribieran sobre esto, no llegaríamos a conocer. Algunas de ellas sobrecogedoras, por cierto, porque el libro no ahorra detalles en ese sentido (la educación sentimental de Amaia, en el ambiente enrarecido de la margen izquierda de aquellos años, es brutal en muchos aspectos, y lo mismo puede decirse de todo aquello relacionado con la violencia de género). Algo que es de agradecer, porque enriquece nuestra visión.
De hecho, me parece que es una de las primeras veces en que se pone en relación, en nuestra literatura, la violencia social, la de la calle, con la de puertas adentro, la doméstica. Y establece una relación que está llena de sugerencias, y es, a mi entender, una de las aportaciones fundamentales de la novela.
Y ahí quiero enlazar con lo que he dicho al principio: que no es solo una novela de La Cosa: es una novela de formación y es una novela familiar/disfuncional, muy bien construida.
Creo que el esfuerzo que ha hecho Portela con la voz de la narradora es muy de destacar. Recordemos que es una niña de cinco años la que empieza a contar, y va avanzando a lo largo de la narración hasta que cumple dieciocho años (luego ya es la de treinta y cinco la que acaba contando, o la que se convierte en la verdadera narradora de la novela). Pues bien, aunque todos sabemos que el lenguaje infantil, en literatura, es una convención, hay que resultar convincente en dicha convención, y yo creo que lo logra, además en condiciones difíciles, porque no sólo tiene que lograr que la voz de la niña narradora suene creíble, sino que tiene que hacerla progresar a medida que va cumpliendo los años; en ese sentido me recuerda otro intento, también bastante logrado en ese sentido, como fue la novela Gerra txikia, de Lander Garro (traducida al castellano como La pequeña guerra, Txertoa 2017), aunque creo que Portela resulta más convincente en la adecuación del tono con la edad de la protagonista.
Asistimos, de esa manera, al paso de la niñez a la adolescencia, y de ahí, muy rápidamente, a una edad adulta un tanto truncada, de Amaia, en lo que es un Bildungsroman de libro, sórdido y en ocasiones, violento, incómodo. La novela busca la incomodidad del lector y, en mi caso, por lo menos, lo ha logrado: hay escenas brutales, como la del parque con la pandilla de Iker, que dejan muy mal cuerpo (pgs. 97-98). Portela sabe de qué está hablando, y nos lo sirve crudo y sin aditivos. Y yo no puedo más que agradecerle el mal rato, porque es un mal rato de los que hace reflexionar.
La descripción de la erosión/la atomización de la familia de Amaia, en el contexto del conflicto vasco, me parece también que está muy bien planteada: es amargamente realista y carece de ánimo moralista o ejemplarizante. Es cierto que las familias desestructuradas, en general, quedan muy bien en literatura, son uno de los temas estrella de la literatura. Pero hay que saber llevarlas al papel. Y, en todo caso, como dice la escritora (y también académica) Mary Karr, en su novela El club de los mentirosos, “una familia disfuncional es cualquier familia con más de un miembro en ella”.
No querría dejar de apuntar cómo Amaia, en esa cuesta abajo que es su familia y su vida, encuentra un refugio en la lectura; también hace otras cosas, como salir a correr, atiborrarse de comida, drogarse y emborracharse, o escuchar música de Eskorbuto y Extremoduro, pero su amor a la literatura es más constante, menos ocasional que todo eso. Y hace un itinerario que, por cierto, me ha recordado mucho al mío: de La isla del Tesoro a Los Cinco (en mi caso fueron Los Hollister, la versión yanqui/pop de Los Cinco), y de ahí a los latinoamericanos (yo, entre medias, pasé por la ciencia ficción), con puya incluida para Javier Marías (cfr. pg. 119: me imagino que Amaia estaría leyendo Todas las almas) (por cierto, me ha extrañado, por las fechas, no ver a Carver en el lote, que –tengo esa impresión– hizo furor a finales de los ochenta y principios de los noventa, por lo menos en los ambientes lectores en los que me movía yo…).
Finalmente, querría recalcar otro aspecto de la novela que me interesado mucho, y es el de su arquitectura, que me parece que está muy bien trabada.
Portela empieza por el final, de manera que no hay sorpresa, al contrario que en las novelas de intriga: no hay trampa, ya que sabemos desde el principio hacia dónde se dirige la novela. Eso me parece el rasgo de una buena novela, ya de principio: no es tan importante el qué, sino el cómo. [Y señalo lo de los thriller precisamente porque me da la impresión de que hay una broma sobre ese tipo de novelas en las referencias que hace a la que Amaia tiene, al principio, intención de escribir, cfr. pgs. 192 y 201]
Luego viene el proceso de crecimiento de la narradora, año tras año, en el que nos va contando, al principio desde un punto de vista muy infantil y fragmentario, cómo va transcurriendo su vida y la de su familia: 1979, 1980, 1981… Evidentemente, la narradora es cada vez más consciente y tiene cada vez más información, pero es curioso como avanzamos de un estadio, de unos capítulos en los que sabemos más que la narradora, y en los que es el lector quien tiene que rellenar los huecos que Amaia va dejando, hacia otros capítulos en los que la información que se le proporciona al lector es mayor, pero éste es cada vez más consciente de que falta algo… hasta el giro final en el que, desde la distancia de los años y la madurez como escritora de la narradora, cuando decide que lo que va a contar es su historia, nos desvela algunas de las claves que nos faltaban o no habíamos interpretado bien en el rompecabezas: precisamente hay un cambio en los pasajes de la novela, que no voy a revelar, que da cuenta de ello (cfr. pg. 204). De manera que, paradójicamente, sí que hay una novela de intriga en esta novela, pero es una intriga que corresponde a su arquitectura, que me parece, junto a la progresión de la voz, que ya he señalado antes, uno de sus grandes aciertos.
Y me callo ya.